Don Fermín y doña Elizabeth tenían
casi cuarenta años de casados y una familia numerosa con seis hijos, doce
nietos y dos bisnietos.
Para don Fermín
era un gran logro seguir en este mundo a su edad y permanecer al lado de la
primera mujer que amó. Él estaba lleno de vivencias y recuerdos, pero doña
Elizabeth no recordaba nada desde hace tres años cuando la diagnosticaron una
enfermedad que don Fermín no podía pronunciar.
Desde ese
momento la rutina de la pareja cambio. Su casa se llenaba cada día con un hijo
y nietos diferentes para que la semana siguiente doña Elizabeth los recuerde en
un orden específico, los hijos no se quedaban mucho tiempo y ayudaban poco en
los cuidados porque don Fermín insistía en hacerlo todo.
Todas las
mañanas, don Fermín se levantaba temprano para preparar el desayuno, despertar
a su querida Elizabeth, recordarle que era hora del baño y darle un abrazo
despacio para que no asustarla. Por la tarde, llegaban sus nietos para ver
fotografías viejas con doña Elizabeth y trataban de hacerla recordar las caras
de sus padres, tíos y sobrinos. Don Fermín se sentaba en el sillón a mirarlos.
Cuando todos se
iban, Fermín acostaba a Elizabeth, tenía que ayudarla a ponerse la pijama,
lavarse los dientes e ir al baño antes de acostarse, ella hacía todo en
automático. Al estar acostada, don Fermín, sentado a su lado, recordaba por
ella.
— Me acuerdo— dijo don Fermín en
voz baja —cuando te vi la primera vez, eras la muchacha más linda de la
vecindad, con tu cabello negro hasta la espalda, la cara blanca y las piernas
largas y tersas.
Sabía que no me harías caso,
hasta que un día te acercaste y dijiste con voz de niña “¿Eres mi novio?” y te
respondí “sí, soy tu novio”. Sonreíste y te fuiste corriendo. Cuando me di
cuenta ya estaba en casa de tus padres pidiendo tu mano para casarnos. Te
recuerdo de novia, de esposa, de amante, de amiga, de madre y de abuela. Te
recuerdo toda.
Don Fermín mira a su esposa
acostada, tocó su cintura y después tomó despacio su mano para no despertarla.
— ¡Qué no daría para que me
recordaras!— los ojos de don Fermín se llenaron de lágrimas. Elizabeth se
incorporó a su lado.
— ¿Eres mi novio?— dijo
Elizabeth.
— Sí, soy tu novio— dijo don
Fermín mientras una sonrisa nerviosa se dibujaba en su boca.
— Entonces, ¿por qué no me
besas?
Elizabeth recordó la única frase
que Fermín había olvidado: la frase de su primer beso.